Era muy joven; había llegado a Canadá. Mi papá se encontraba ahí junto con otros costarricenses, pero, al tiempo, él se tuvo que ir, y los demás, un día, solo se marcharon sin previo aviso. Me quedé completamente solo. Solo en un país extraño, sin rumbo.
En las tardes, me invadía el sentimiento de miedo y me sofocaba el “¿qué hago ahora?”. Pero, una tarde, decidí salir. Fui al tren subterráneo que viajaba por toda la isla de Montreal y, caminando por la estación, de repente, al otro lado de las vías, vi un rostro conocido. ¡Era imposible! Pero me quise acercar.
Entre más me acercaba a ese rostro familiar, más se me aceleraba el corazón. Y cuando llegamos a estar cara a cara, con alegría dije: “¡Garroba!”. No lo podía creer; había crecido con esta persona en mi país natal. La emoción se desbordaba de mi corazón, y lo abracé. Y este hombre me brindó su mano amiga, que disipó la soledad en ese momento de mi vida.
A veces, solo necesitamos un pequeño pedazo de nuestro hogar para encontrar el norte.
Tiphanie Zúñiga Rivera