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Con ojos de inocencia Reflexiones de un Emprendedor

Papá tenía un gran don de amistad, y, por obra divina o por cosas del destino, siempre se topó con buenas personas dispuestas a ayudar. Después de Hortifruti, llegamos a la casa de una señora mayor, una señora amable que nos invitó a pasar a su casa: una casa vieja de madera, con ese olor particular, llena de fotos antiguas en las paredes de familiares e imágenes de santos y de la Virgen en cada esquina.
La señora preguntó: “¿Ya desayunaron?” Yo, que estaba acostumbrado al huevito y a la tortilla con natilla, con los ojos desorbitados vi la mesa repleta de panes de todas las formas y cosas que nunca había probado, como el jamón y las frutas con crema. La bella señora siguió ofreciéndonos más y más comida. Yo desbordaba felicidad.
Nos pusimos en marcha otra vez, bajábamos la pista de Ochomogo casi reventando. Por fin llegamos al mercado Borbón, en San José, para vender las naranjas que faltaban. Recuerdo ver a papá frustrado y enojado, hablando con un señor. Se subió al carro sin bajar ni una sola naranja y nos fuimos. Solo dijo: “Vamos a Cartago”.

Tiphanie Zúñiga Rivera

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