Papá empezó a contarme historias de mi abuelo durante el viaje: que en su juventud paseaba chanchos en el trayecto del cerro, y que muchas personas morían en el camino. Claro que muchas de las historias me causaban un poco de miedo, pero me encantaban.
Señalaba cada rincón del camino: “Mire las torres allá a lo lejos.” Recuerdo tomar el pañito y limpiar el vidrio del Toyotón para ver mejor, porque en aquellos tiempos de niñez la neblina del cerro parecía ser aún más espesa de lo que es hoy.
Escuchaba las ráfagas de viento por las hendiduras de las ventanas y por la puertita de los pies, tan característica del carro de papá. Llegamos al ojo de agua, donde contaba que había una casita para que las personas se refugiaran. Yo escuchaba fascinado.
Luego llegamos a Chespirito. Este lugar era muy diferente: era como una cantina. Papá pidió café con tortilla y una torta de huevo, y yo, un vaso con leche. La cocina estaba justo enfrente de la barra; recuerdo ver el vapor de las ollas que disipaba un poco el frío del lugar.
Cuando llegó mi vaso con leche, nunca imaginé lo caliente que podía estar. Me mandé el primer sorbo sin pensar y me quemé el cielo de la boca como nunca. Recuerdo salir de Chespirito sollozando de dolor, y papá diciendo: “Ya va a pasar.” Nos montamos de nuevo al carro y continuamos nuestro viaje.
Tiphanie Zúñiga Rivera